Hoy hace un día espléndido en la ciudad de México y ando sobre el corredor turístico Polanco centro, cuya modernidad contrasta regiamente con el bosque de Chapultepec; la vista desde aquí da a una fortaleza que se impone sobre el paisaje, seguramente recordándonos que antaño fue testigo de importantes combates.
Estoy pues en un oasis inmenso que hace olvidar por un momento la preocupación de la mancha urbana que lo envuelve. Luego de un interesante pero extenuante éxodo por la naturaleza, he logrado subir hasta el Castillo de Chapultepec, que es en verdad eso y un poco más. Se trata de un castillo en la máxima expresión del talante de los fuertes europeos y el único en el continente. Estoy en la cumbre del cerro del Chapulín, respirando el frescor del aire que hay en el bosque de Chapultepec. El espectáculo que colma la vista es maravilloso, su ubicación estratégica y su naturaleza prodigiosa. Desde su asiento en lo alto, el Castillo de Chapultepec es el eterno testigo del devenir histórico de México, viendo pasar entre sus muros y jardines, ejércitos, emperadores y presidentes que han dejado una huella indeleble en la memoria nacional.
En tiempos precolombinos, era considerado como un lugar excepcional, tanto, que los aztecas construyeron aquí santuarios destinados al descanso y delectación de sus emperadores. En la época novohispana sirvió como fuerte militar, hasta que en 1841 fue declarado patrimonio nacional y convertido en el Colegio Militar por el presidente Guadalupe Victoria. Después, con la llegada de Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota, se volvió el Palacio Imperial. Hoy alberga al Museo Nacional de Historia, al cual estoy a un paso de entrar.
Por todos lados se respira el eclecticismo cultural, el piso del exterior está hecho de piedra volcánica, mientras que en el interior hay pisos de marfil en la refinada y tradicional cuadrícula blanquinegra. Dentro del castillo hay varias habitaciones que aún conservan los muebles y decoración –al estilo francés– con que habitaron los emperadores, se percibe olor a historia, a leyenda, a madera. Hay también testimonios y reseñas acerca de las personas que habitaron y construyeron este lugar; desde los virreyes como Bernardo de Gálvez, quien levantó la construcción; los Niños Héroes que, por no contradecir a la historia, lucharon por defender la patria de la invasión norteamericana; Maximiliano, a quien debemos el Paseo de la Reforma que mandó construir para poder llegar a su casa; y hasta Porfirio Díaz, con quien según la acotación, el castillo conoció su época de oro.
Imagino a Carlota recorriendo los pasillos de este lugar, probando cada mueble, ahogada por el ocio de la realeza y maravillada por la frondosa naturaleza circundante.
Hay doce salas organizadas cronológicamente en la planta baja del Museo Nacional de Historia. En la primera “Dos continentes aislados” hay objetos de la época prehispánica y objetos que fueron utilizados por los españoles en la época de la conquista. La siguiente exposición es “El reino de Nueva España”, donde me llega el bálsamo viejo del óleo de una pintura de González Camarena que me impresiona bastante, que representa la fusión de dos culturas. Luego llego a “La guerra de independencia”, donde hay objetos militares, cuadros y esculturas que retratan a los protagonistas de este hecho histórico. En seguida alcanzo “La joven nación”, donde se exhiben objetos de porcelana y plata, óleos de la época y la bandera del primer imperio. Me dirijo ahora a las siguientes salas “Hacia la modernidad”, donde me topo con objetos, en su mayoría pinturas, que dan cuenta del triunfo de la Independencia. Finalmente doy con las últimas dos salas “Siglo xx”, donde hay impresionantes murales de Huerta y Madero, una cuantiosa serie de fotografías de Pancho Villa y los héroes de la Revolución Mexicana.
Terminada la planta baja, me dirijo a la parte superior, donde me encuentro sólo con tres salas: “Historia de la vida privada y cotidiana”; “Salón de malaquitas” y “Salón de virreyes”, destinadas recrear los estilos de vida de quienes habitaron el lugar, con objetos que denotan la influencia extranjera en la época de la Colonia, como muebles y objetos domésticos, joyas, biombos; me encuentro también con retratos de los primeros mandatarios después de la conquista española. “Nuestros antepasados, pobres y ricos, sabían gozar de la vida, sonreír, apreciar la naturaleza y las cosas bellas… les gustaba la música, el baile, las corridas de toros, los palenques, los antojitos, los paseos, las novedades y las modas”, según lo cuenta una de las fichas explicativas.
La sección que toca al Alcázar está dispuesta por varios salones que también dan testimonio de los modos y costumbres de vida quienes lo habitaron, principalmente Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota, así como Porfirio Díaz y Carmelita Romero Rubio. Esta parte está integrada por otras dieciséis salas en la planta baja y ocho salones en la planta alta, además de la terraza, donde están las habitaciones imperiales con sus lujosas salas de baño, el despacho de doña Carmen, y el Caballero Alto, donde estuvo el primer observatorio astronómico del país.
En fin, he dado la vuelta por todas las habitaciones, ahora subo a la azotea, donde me topo con un fastuoso jardín que se funde en el horizonte con el Bosque de Chapultepec.
Hacía mucho tiempo que no caminaba hasta acá y en verdad que me ha cautivado una vez más, Chapultepec es un sitio lleno de magia e historia, además posee un magnetismo que desde tiempos inmemoriales ha atraído al ser humano con un misterio que hechiza.
Una ciudad de casi 23 millones de habitantes, un castillo y una calle con flores que lleva en su camino lugares, resguardan la historia, el arte y la recreación del pueblo mexiquense.